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TE CONOZCO?





Si a un amigo nuestro se le ocurre construir un edificio sin tener conocimiento alguno de arquitectura seguramente que nos parecerá una locura. Sin embargo, qué pensamos de las relaciones. ¿Conviene ir a ellas sin tener un conocimiento previo de quién soy? ¿Y sin discernir acerca de quién es el otro? Y no me refiero sólo a la posibilidad de iniciar una relación de pareja. Sino a cualquier relación que entablemos.

Quizás alguna vez os ha pasado que yendo de paseo casualmente coincides con alguien que te cae bien y surge una conversación, ambos sentados despreocupadamente en el banco de un parque. Y puede que la charla se prolongue y termines prácticamente contándole tu vida. Y al volver de camino a casa pienses: ¡qué a gusto me he sentido! ¡Es como si le conociera de toda la vida!... Experimentamos una vinculación a la que le damos total credibilidad.

Sin embargo, adentrarnos en el conocimiento del otro más allá de las primeras impresiones requiere algo más. Sin duda algo más de tiempo y muchas, muchas horas de comunicación. ...Solemos tener la creencia de que conocernos es una cuestión de contarnos cosas; de hablar mucho, sobre todo dando datos de nuestra vida, de lo que nos ha pasado, de lo que hacemos en el trabajo. Y casi siempre nos empeñamos en dar todo tipo de detalles, con la ilusión de que así estaremos más cerca.

Queremos que rápidamente pase de ser un desconocido a mi amigo, especialmente si experimentamos cierta atracción. Sin embargo, conocernos es una acción más próxima al concepto de descubrirse poco a poco. Un proceso que nunca termina. Es más, cuando nos revelamos todo el uno al otro nada más conocernos, el entusiasmo decae muy pronto.

Lo cierto es que todos somos unos desconocidos porque nadie es el mismo de ayer, y conocidos, porque pertenecemos a la misma especie. Una extraña dicotomía que si la tenemos presente quizás nos ayude a no dar por sentado que conocemos a nuestro hijo, amigo o pareja, por el hecho de llevar muchos años juntos, o por habernos contado todo; y al mismo tiempo saber que somos conocidos porque todos pasamos por el mismo proceso evolutivo, nos mueven los mismos aprendizajes, y caminamos juntos para encontrar el sentido de nuestro propio caminar.

Dado que las relaciones son un proceso doble de irse descubriendo sabiendo que no acabamos de conocernos: ¿dónde he de poner el foco para que tengan éxito? Esta es la pregunta que conviene tener en cuenta cuando iniciamos un encuentro, ya sea laboral, de amistad, y por supuesto de pareja. ¿Lo he de poner en tí, o en mí?; ¿en lo que quiero o en lo que quieres tú?.

Por lo general la decisión que tomamos es que el foco esté en el otro para olvidarme de mí. Sobre todo al principio, cuando mi preocupación se centra en conseguir que el otro me quiera, o que vea lo válido que soy. Aunque también se da el querer ser admirado, o pretender que nos sigan en decisiones y ambiciones. No obstante, gastamos muchísima energía en poner el foco en el otro, así nos enredamos emocionalmente, y empezamos a perder la brújula personal que da norte a nuestras actuaciones.

Entonces, dirá alguno ¿cómo quieres que lo hagamos? Esa es la cuestión. En la misma medida que el foco lo pongo en el otro, abstrayéndome de quién soy Yo en esta relación, consigo sufrir y perder la perspectiva de lo que se necesita realmente. Aunque parezca contrario a lo que nos han enseñado, amar al otro pasa por amarse a uno mismo. Sino el despliegue de aparente de generosidad hacia el otro irá teñido del abandono de uno mismo, y eso convierte la relación en una factura en blanco a la que vamos sumando cada una de nuestras acciones a la espera de recibir por lo menos lo mismo.

El cómo quieres que lo hagamos estará nutrido de expectativas que pretenden cubrir aquello que no me doy. Busco relacionarme contigo porque te necesito. En vez de relacionarme contigo porque Soy, y quiero Compartir.

¿Qué me lleva a querer vivirlo así?... Centrarme en el otro, lleno de expectativas, -muchas de ellas no reconocidas-, y perdidos en la aparente ilusión de dar, es algo que sólo solemos cuestionar cuando empiezan las dificultades en la relación. Cuando aparecen los reproches. Y este es el capítulo de las repeticiones. Estoy segura que muchas de mis relaciones habrían sido diferentes si me hubiese detenido en algún momento y me hubiese formulado esta pregunta. El plantearla a posteriori nos sumerge en el apartado de las justificaciones, de pensar hasta en la mala suerte como causante de nuestros problemas afectivos.

O recurrimos a echarle la culpa a nuestros impulsos, convencidos de que nos pueden y de que éstos son imposibles de manejar o de atajar.

Indagar en el por qué, cuando nos hemos perdido en la relación, nos lleva al escepticismo, y sobre todo, a comprobar que lo que nos hizo daño una vez lo repetimos como si no tuviéramos la fuerza para el cambio. En ese estado remontar nos cuesta muchísimo. Ahogados en un pozo de negación y de rencor. Sin embargo, formularla antes, en los inicios, nos puede llevar a un resultado diferente. Y retomarla, cada vez que nos inunda el malestar y la queja, tiene el poder de parar la dinámica de repetición.

Preguntarme ¿a qué me lleva a querer vivirlo así? cuando la relación está enmarañada, donde la incomunicación es reina, o en el peor de los casos, moribundos en una relación prácticamente rota, es un indicador seguro de que voy camino de la ruptura, y de que la contemplo como salida para no cambiar. Resolver esta pregunta es el campo de trabajo de sicólogos y terapeutas. Sin embargo, su formulación es clave para el éxito de una relación, cuando ésta comienza, y conviene acudir a ella periódicamente, como práctica continúa que permita revisar el fundamento de la relación, y así poder darle un giro de 180 grados cuando el fluir se estanca.

A falta de Por Qués claros en una convivencia, es decir, de motivaciones personales claramente expresadas y compartidas, la pareja se sumerge en patrones familiares disfuncionales. La relación irá conectando ineludiblemente con tendencias limitadoras que paralizan el fluir del Amor, rompiendo la magia y la alegría de vivir. He comprobado que accedemos a ellas como un recurso inconsciente para no superarlas, y es precisamente en la relación con nuestra pareja con la que justificamos esta decisión.

Cuando soy capaz de formular el por qué de mis relaciones soy un ser conectado a mis razones personales, lo que me lleva a relacionarme a partir de fortalezas y valores íntegros. Incluso el conocimiento de lo que nos limita también sirve para activar nuevos valores. De forma que saber lo que me pierde en la interacción con el otro se convierte entonces en una oportunidad de transformación que me aporta autenticidad.

En este punto del conocimiento abrirme a ¿qué sentido tiene encontrarme precisamente con esta persona? es algo natural. Con esta pregunta nos adentramos en el plano cuántico, en la causalidad del encuentro. En comprender que he sido Yo quien genera la experiencia. Aquí el concepto de responsabilidad no sólo es posible, sino que deja vacio el concepto de culpables.

Encontrar el sentido personal de las experiencias de relación depende sólo de nosotros y lo es también el poder de cambiarlas. La esfera cuántica nos hace capaces de construirnos y de nutrirnos en el cambio. En esta dimensión ya no es posible pensar que pasarlo mal, sufrir en una relación y permanecer en ella es porque tenemos algo que aprender. Surge de inmediato el ¿para qué quieres que sea así? ¿Para qué te recreas en aquello que vives mal, si en ti está la posibilidad de que sea diferente?

 Cuando somos adolescentes estamos más centrados en el cómo de las cosas; sin embargo cuando se llega a los 40 conviene abrirnos al para qué de nuestras relaciones. Y cuanto más pronto lo hagamos estas se convertirán en todo un gozo.
 

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