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10 CENTIMETROS


 

 

 

Como el sueldo era escaso y había que ahorrar para otras cosas, don Hermenegildo decidió comprarse el pantalón ya hecho. Lo único, que había de acortarle diez centímetros en el largo de las piernas. Después de todo, en su casa había tres mujeres que sabrían hacerlo.

 

 

 

 

 

 

Llegó del trabajo al mediodía, y después del almuerzo, antes de volver a salir para el turno de la tarde, le pidió a su señora que le hiciera el favor de acortarle el pantalón los diez centímetros necesarios, dándole de paso una planchada, a fin de tenerlo listo en la tardecita en que lo necesitaba para ir a una reunión. Pero encontró a la patrona en un mal momento.

 

-No, mira, yo no tengo tiempo. Pídeselo a tu hija, que no tiene nada que hacer, y ahora que está de vacaciones se pasa la tarde en la cama leyendo revistas. Después de todo, yo no veo por qué tengo que ser la que aquí hace todo.

 

La respuesta había sido cortante, y era evidente que no había que insistir. Por eso fue a ver a la joven para pedirle lo mismo. Pero Alicia se sentía con todos los derechos de gozar de sus vacaciones, y no tenía muchas ganas de que le cambiaran lo que ya había programado para la tarde.

 

-No, mira: pídeselo a la abuela, que ella sabe hacerlo mejor que yo. Además, esta tarde vienen dos amigas y no voy a tener tiempo. No entiendo por qué en esta casa a una no le dejan, ni siquiera un día, gozar de sus vacaciones.

 

No le quedaban al pobre hombre muchas alternativas más. Fue a su suegra, y de la manera más amable que pudo, le pidió el mismo servicio de que le acortara diez centímetros el pantalón que debería usar esa noche. Pero estaba de Dios que no tendría suerte. Porque la madre de su señora respondió que, al fin de cuentas, las otras dos eran más jóvenes. Que se lo pidiera a alguna de ellas.

 

Medio amargado, don Hermenegildo dejó el bendito pantalón sobre el respaldo de una silla del comedor y salió para su trabajo. Al rato pasó por allí su esposa, y viendo la prenda, sintió remordimiento por su actitud un tanto egoísta. La cosa era sencilla y se podía hacer en un cuarto de hora. Se sentó a la máquina de coser, midió los diez centímetros en cada una de las piernas, cortó lo necesario, y en dos pasadas dejó el trabajo hecho. La planchada la haría cuando terminara la siesta.

 

Al rato se levantó la suegra. Vio el pantalón sobre la silla y también ella sintió remordimiento por su negatividad. En realidad, su yerno era mejor que un hijo. El trabajo era sencillo. Se caló los anteojos, descosió el dobladillo, acortó los diez centímetros pedidos y volvió a coser. La plancha se la pasaría cuando se trajera la otra ropa del tendedor, a fin de no calentarla innecesariamente dos veces. La electricidad se pagaba con su jubilación.

 

Pero cuando se levantó Alicia medio malhumorada, el pantalón la esperaba sobre el respaldo de la silla. No lo pensó dos veces. Puso una casete, se sentó en el soporte del sofá y descosió el dobladillo. Midió, sin fijarse demasiado, los famosos diez centímetros, cortó y luego cosió de nuevo. Calentó la plancha y allí se dio cuenta de lo que había ocurrido.

 

Pero ya era tarde. Para cuando volvió don Hermenegildo, su pantalón nuevo había quedado como para juntar huevos entre los pastos los días de rocío.

 

Con el arrepentimiento se logra a veces calmar la mala conciencia, pero no siempre se soluciona el perjuicio ocasionado.

 

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